lunes, 26 de agosto de 2013

La noble labor de la tortura o la adicción ecuatoriana a la normalidad






 Del cómic "María y Yo" de María Gallardo y Miguel Gallardo

Tengo un hermano discapacitado. Un hermano que sufre de un profundo autismo desde que tenía dos años. Tal vez antes. No voy a hablar de su condición, esa es otra historia. En realidad, el hablar de mi hermano me lleva a lo que siempre me ha llamado la atención de Ecuador: su obsesiva necesidad de uniformidad, de estándares, de “normalidad”.


Mi hermano es un niño que grita cuando está feliz, llora cuando está triste y pide las cosas a todo pulmón. Esto en la franciscana ciudad de Quito no se vio nunca bien, mucho menos en un chico diferente. Ahí comenzó mi curiosidad,  y mi indignación, por las miradas de la gente. Nadie dice nunca nada, pero frente a las reacciones del ñaño hay una ligera desaprobación en los prójimos que se notan en cómo lo miran. Unos ojos torvos, a veces bovinos, que dicen: “no me muestres lo que no quiero ver”; “para qué sacas lo que me da miedo.”. “Esto no es normal.”.

Y ahí va el segundo punto: recientemente, jóvenes ecuatorianos, chicos veinteañeros en su mayoría, han denunciado su internamiento en supuestos “centros para acabar con adicciones”. Un eufemismo mal concebido para hablar de casas de terror. Ni Lovecraft, ni Poe pudieron imaginar sitios como esos. Tal vez un nazi pudo haberlo hecho. Sitios en los que se insulta, se golpea y se degrada para “curar” no solo supuestos alcoholismos o consumos excesivos de estupefacientes. No, estos sinvergüenzas intentan curar homosexualidades, rebeldías y presuntas infidelidades. Todo esto, a veces, en nombre de Dios. Véase ESTE artículo de Gkillcity.

Y todo el mundo se desgarra las vestiduras, se cubre de ceniza y clama desesperado/a a su deidad de circunstancia. “¿Cómo es posible?”, sollozan. 

Yo tengo la respuesta en las miradas sobre mi hermano. Y no solo en eso. Lo que pasa en esos recintos es posible porque no podemos vivir fuera de los estándares en este país. Nos uniforman. La religión que nos enseñan nos pide hablar bajito y a actuar de acuerdo a lo que dicen los otros. No hay que ser carishina. No hay que vestir de colores muy fuertes (ropa de india, colores de negra, decían las abuelas). Mejor ser rubio y de ojos azules porque así  el guagua es más bonito, más aceptado (tiene mejor presencia). Que la niña se quede en la casa los fines de semana, para que no se embarace. Le meto a mi hijo en el colegio de fama o en el colegio de plata, para que cuando sea más grande se roce con los buenos apellidos y sea el macho explotador que todos queremos que sea. No me quejo, mejor hay que alinearse.

Y el fútbol. Porque a todos (TODITOS, ¿OYERON BIEN?) nos gusta el fútbol, pasión de multitudes. Oirán.

Quienes no se adaptan el molde son los que pagan los platos rotos. El niño decide vivir su homosexualidad. La niña tiene novia. El niño  se pone tatuajes. La niña valiente decide ser madre soltera. El otro por ahí no quiere vivir en el círculo de universidad-chupe-hembra de sus panas. Todos ellos salen del molde, salen de la cómoda, dulce normalidad. 

¿Entonces?

Entonces entra la máquina de tortura, al mejor estilo de Vigilar y Castigar. La sociedad se encarga de los que no fueron sociedad (resentidos sociales, los llaman) o, en peores circunstancia, un grupo de gente sin alma y materia gris decide lucrar de eso. Todo es marketinizable en esta vida, ¿por qué no también la vergüenza familiar?

Llega ahí el momento en que padres o madres, o familiares, o amigos, secuestran a sus propios parientes y los someten a tortura por amor, indican. Por el amor de Dios, sollozan otros. Esas “clínicas” se vuelven el peor reflejo de lo peor de nuestra sociedad. De la mirada torva se pasa al crimen. No nos damos cuenta que esto no es coyuntura, es estructura.

Solo el amor salva. El verdadero, ese que deja ser al otro. Ese que es capaz de emocionarse porque otra persona ama a otra sin importar su sexo. El amor que sabe que una adicción (una verdadera) se  cura a través del respeto. El amor que es libre. Ese amor que paciente y bondadoso, que no se enoja, que no guarda rencor.  Y sí,  es una cita de la Biblia. Ese libro tan mal usado, tan poco comprendido, tan sobrevalorado. Ese libro que se usa en mi país para torturar. 

Tal vez estereotipo al mal. Tal vez estoy exagerando sobre mi entorno (no lo creo), pero lo que sí sé es que nuestros males sociales no son el producto de una sola persona. Son responsabilidad de todos. Todos en este Ecuador que es multiétnico y pluricultural somos, paradójicamente, adictos a  la seguridad, adictos a la normalidad y, por eso construimos, sin saberlo, nuestras propias cámaras de tortura.

jueves, 22 de agosto de 2013

Otra vez el blog. Y de por qué estoy otra vez indignada


                                De la película, "Persépolis"

A ver, qué les diré.
Que me tienen harta los 140 caracteres del Twitter, que no te dejan decir lo que te pesa.
140 caracteres de un monólogo que casi nadie lee.
Que me carga también el Facebook:  fluir egoísta de la conciencia. Me parece una manera de quitarte palabras, porque "nadie lee una entrada que sobrepase dos párrafos.".
Me indigna que ahora nos enseñen a escribir en brevedad, en exactitud, en "facilito". Porque nadie tiene tiempo de leer en los "smartphones", (que de smart nada tienen).

Estoy harta.

Comencé a escribir blogs en 2008,cuando la gente tenía más ganas de leer más. Tal vez el comentario del otro era más interesante. Tal vez lo que el otro escribía era mucho más rico, mucho más precioso.  El otro tenía capacidad de escribir una sábana de texto sin que se lo criticara como "poco eficiente" o "poco práctico". O que es "poco funcional comunicacionalmente hablando" (gerundio, viva el).
Estoy cansada de que nos hayan dado una herramienta maravillosa, el Internet, para dejarnos en palabritas huecas.
No tenemos tiempo para leernos de verdad. Nadie es un texto importante para el otro.
Y ahora me abro un blog de repente, otro más, otro diferente, porque me pesan las decisiones de los poderosos, porque me duele la ignorancia, porque la competitividad es una mentira, porque hay gente que pierde la compostura, la dignidad y hasta la integridad por un puesto, por un sueldo, por usar un traje bonito en un evento con fotógrafos.
La integridad, el último resquicio de libertad, como se decía en Vendetta.
Escribo esto también porque acabo de ver un terrible video. Ahora, cuando tenemos tantas herramientas para vernos. Es el video de una niña, quien aparentemente sobrevivió al ataque de armas químicas en Siria. Ese que ahora, también supuestamente, no puede ser completamente probado, según los grandes poderes.

Y me duele demasiado, me duele la mirada perdida de esa guagua diciendo: "Estoy viva, estoy viva. Bashar, estoy viva.".

¿Está viva?

Y por otro lado se comen la selva para sacar petróleo, y por otro lado los Indignados se indignan y corren en círculos. Y por otro lado me quejo y sigo gastando energía en esta nota, mientras unos locos matan a otros al otro lado del mundo.

¿Estamos vivos?

Lo más loco es que voy a postear esto en FB, porque quiero que lo miren. Porque si lo dejo acá esto simplemente será para mi loca cabeza. Pero soy escritora. Quiero que me lean. Al menos, eso siempre he querido ser. Las palabras me vinieron como una maldición y no puedo dejarlas solas.
No puedo dejar el vicio del léxico hiperactivo. No puedo dejar mi integridad, por más que me cueste. No me puedo ir a dormir en paz, después de recibir mi plata y mi cena, mientras tengo la imagen de esa guagua, esos ojos negros, esa niña que podría ser la hija que tal vez nunca tenga gritando enloquecida: "Estoy viva, estoy viva."