lunes, 23 de septiembre de 2013

Recuerdos: vampirismo en tiempos de xanax.




 MorgueFile

He soltado pequeños secretos en las redes sociales durante los últimos días. Nothing dirty, mind you. Solamente unos detalles pequeños y anodinos sobre mi vida: no sé andar en bicicleta, nunca tuve una mascota. Jamás aprendí a fumar porque mis padres médicos plagaron mis horas libres con diapositivas de pulmones negros de cáncer. Después de eso veo a cada colilla con una gran sospecha. 

Vamos.
Un día, cuando tenía 26 años, me desperté y me sentí abrumada por una profunda tristeza. 

Vino después de una operación.

 El caso es que fui presa de una ansiedad sin sentido. Ya sé, es irracional, es incomprensible. No podía dormir.

Me dijeron que tenía demasiado estrés: mucho trabajo, mis estudios,  trámites de viaje, la operación, la vida cotidiana, la falta de redes de apoyo. Excesivo perfeccionismo. Les faltó tan solo diagnosticarme posesión demoníaca. A falta de exorcista, me recetaron un par de pastillas (una para ser feliz y una para dormir). A la casita. 

El resultado fue desastroso y extrañamente divertido. Una píldora me dio fotofobia en la primera dosis: no podía ver la luz natural. Me convertí en vampiro por una mañana (un vampiro poco feliz). El somnífero funcionó, pero el efecto secundario fue un despertar sin sensaciones. Nada. Era un robot de algodón. Boté los frascos. 

Fueron tres meses difíciles. 

Y la vida siguió: me gradué, me subí a un avión y dejé atrás un montón de gente que tal vez formaba parte de la laxa red de apoyo que el doctor indicó. 

Lágrimas.

Y un día, en Europa y a los cuatro meses, todo había terminado. De repente, ya no tenía miedo.  Sin embargo, siempre queda esa tristeza remanente, por ahí, en el bolsillo.

Y este es otro secreto no tan secreto. 

Cargo esta etapa con un poco de orgullo: sobreviví.  Juzgo menos. De hecho, entiendo más a la vida por esta experiencia. A lo que voy, y creo que por esto escribí este post, es que me molesta infinitamente la gente que a) niega la existencia de la depresión, b) siente asco o miedo de ella. 

Verán, la positividad es maravillosa. En una atmósfera más feliz el vampirismo ansiólitico no hubiera pasado por mi vida. No obstante, creo que vivir en una eterna canción pop también es malo. La depresión es un espejismo, pero también lo es la alegría sin bases, inocua y plástica. Simplemente, creo que deberíamos tomar a la realidad como es. Agarrarnos al momento. Estar aquí, ahora.  Mi profundo rechazo a la happiness y a la esperanza que vienen empaquetadas en frases hechas de libro de autoayuda. Por experiencia sé que no funcionan. ¡MENTIRA COMPROBADA! 

*Rompe libros de Paulo Coehlo*

Esto no es una apología a la depresión. Nunca. No se la recomiendo a nadie. No es el nuevo rock and roll. Sin embargo, jamás hago de menos a nadie que pasa por una. Después de todo, una persona no se deprime porque “odia  la vida”. Nop. La gente se deprime porque ama tanto la existencia que quiere más y más de ella. No quieres la rutina estándar casa-pareja-perroschnauzer-guaguas-carro-fútbol-sexomediocre-cerveza-políticodeturno. Quieres Taj Mahales, Central Park y Machu Picchu. Quieres reflejarte en los espejos de Versalles. Quieres andar hacia el mar en Barcelona y adentrarte en la selva amazónica. Quieres amar como en una novela. Quieres reírte hasta que te duela el estómago. Quieres pasión y amor y locura. Vivir, carajo.

No obstante, la vida no suele darte eso fácilmente. O no te lo da. O no puedes. Por eso, no se puede condenar al triste: son la verdadera gente que quiere morir de pie antes que vivir de rodillas. Son personas que no están enfermas  de obsesión por la muerte. 

Son gente que sufre un amor excesivo hacia la vida. 

El xanax, señores doctores, no cura eso.





miércoles, 11 de septiembre de 2013

Todo está iluminado (y algunos 11S)

De la película basada en la novela de Safran Foer

Todo está iluminado. Ese es el título de un novelón de Jonathan Safran Foer. Nunca he visto un solo libro de ese autor en Quito, y eso que yo recorro las librerías de la ciudad como único deporte de acción. Eso del canoping no es para mí.

La novela, cuyo protagonista es nieto de sobrevivientes del Holocausto, tiene una hermosa cita, casi al final: “Todo está iluminado por la luz del pasado. Siempre está a nuestro lado, dentro, mirando hacia fuera.”

Todo está iluminado. Todo está bajo la luz de lo que fue. La cita viene, probablemente, del buen Milan Kundera, en La Insoportable Levedad del Ser: “En el ocaso de la disolución, todo está iluminado por el aura de la nostalgia, incluso la guillotina.”

Ahora, a lo que vinimos.

En este mes me he encontrado con este problema de las ausencias, de lo que no está o que se irá.  Ya sea el recuerdo de 2976 individuos que perecieron en el atentado a las Torres Gemelas; ya sean los desaparecidos chilenos que dejaron sombras y fotos blanco/negro; ya sean  bosques y pueblos que se han ido o se van… Estos días de septiembre se han llenado de omnipresentes ausencias.

Me molesta cuando, por razones políticas, por ideologías, o por simple cinismo, se clasifica una tragedia sobre otra. Cuando pasó lo de las Torres escuché algo así como: “Por fin, algo les tocó a los gringos.”. A veces oigo a gente que, solo por antisemitismo, quiere ignorar – o negar- al Holocausto. Gente que alaba la represión de la izquierda en América Latina porque con eso “nos libramos de tener guerrillas, imagínate.”.

Entre otros.

Todo está iluminado por el pasado. Nosotros también. Estoy segura que los humanos vivimos en una intrincada red. Un  Wi-Fi espiritual, si quieren. Nosotros somos por lo que fueron los niños del Vel´ d´Hiv en 1942. Nuestros pasos están porque de alguna oscura aldea española salieron los ladrones y aventureros que se lanzaron a la mar para adentrarse en los Andes. Les debemos vida también a la muerte de los barcos de esclavitud, de los batanes y los obrajes. Igualmente, les agradecemos a los que dijeron “basta”. Somos todos y somos uno. Somos incluso aquellos que rezan para matar. Somos los que murieron en circunstancias, aparentemente, imposibles.

Por eso amamos. Por eso extrañamos a desconocidos que solo veremos en el futuro. La vida y la muerte de los otros nos afecta de formas invisibles: todas las tragedias humanas, todos los 11S, con o sin ese nombre. Es comprensible. En una de esas, sin saberlo, podríamos perder todas las vidas que pudimos tener. Todo el amor de nuestras vidas. 


domingo, 1 de septiembre de 2013

Homenaje absurdo a Hayao Miyazaki, Ph.D. en Imaginación (título no registrado)

De algún genio, posteado en Tumblr. Créditos del autor/a


Hayao Miyazaki, maestro animador, se retira.  Durante décadas no hizo películas de dibujos animados para niños: hizo películas de dibujos animados para sanar a la humanidad. Si alguna vez yo logro/decido reproducirme, sus obras serán parte de la educación estética y espiritual de mis hijos.
Porque Miyazaki, sin quererlo, salvó al mundo.

¡Exageración!

Por supuesto.

Hablo desde el corazón que me duele con la partida, como director de cine, de Miyazaki. Este señor, que vivió la durísima posguerra de Japón, trabajó en los ochenta en series como Marco y Heidi, que están en el subconsciente colectivo ecuatoriano y, estoy segura, latinoamericano.  Luego, en  el Estudio Ghibli, se dedicó a aclamadas películas: Mi vecino Totoro, Nausicaa en el Valle del Viento, Whisper of the Heart, El Viaje de Chihiro, Ponyo, Arriety… Y la lista continúa.

En la tarde de hoy me enteré que en el Festival de Cine de Venecia, durante la presentación de su última película, The Wind Rises, se anunció su retiro definitivo. A la jubilación, pues, dice Hayao. Mientras tanto, a mí se me piantó un lagrimón, carajo, porque con él se va parte de la experiencia cinematográfica de mi juventud y un montón de recuerdos.

Y es que este señor tuvo un raro don: mostrar la naturaleza humana a los niños sin ningún color extra, sin efectos especiales, sin azúcares. Los niños que ven a Miyazaki son guaguas a los que se les pinta la vida como es, a través de la lírica de un cuento de hadas. No hay chistes fáciles, ni marketing.   Y eso no es malo.

De hecho, en cada una de sus películas, Miyazaki retrató a las personas con verdad, con compasión, sin un gramo de cinismo y con ojos libres de odio. Sobre todo, él dice al espectador que, efectivamente, por más matices y mentiras que puedan crearse, hay un bien, hay un mal. Pero no es un balance dicotómico, porque los malos pueden redimirse o, de lo contrario, se devoran a sí mismos. Es cuestión de elegir. Siempre se puede elegir de qué lado de la Historia estás.

Por eso creo que Miyazaki curó un poco a nuestra devastada humanidad y le dio a la gente, sobre todo a los niños, algo parecido a la esperanza. Aceptémoslo: el mundo se ha ido a la mierda. Al menos, los niños de los ochenta nos criamos con la Caída del Muro y el fin de la Guerra Fría: los grandes esperaban la paz con la desaparición de las ideologías, “El Fin de la Historia” y todas esas maravillas.  Fue falso. En cambio, los niños que nacieron en los noventa y después solo tuvieron como referente histórico  dos aviones chocando en Nueva York y el mayor atentado terrorista televisado. Un mundo tremendo para educar a un niño.

Para enfrentar esa desesperanza, yo abogo por la prescripción de Hayao Miyazaki. El creía en un mundo sin celulares, metros, estreses,  guerra y codicia. Sus películas están llenas de añoranza hacia la vida natural y sencilla que pudimos tener y que tal vez, si tomamos otro camino, podemos recuperar.

Ahora mismo, mientras se preparan las armas del planeta hacia Siria, el mensaje del arte es fuerte, Miyazaki Sensei. Buen retiro y muchos años de felicidad. Usted, el más grande de los animadores.
Y ahora, con mi niña interior de la mano, me voy a ver  mi maratón Ghibli.

The Wind Rises: