martes, 18 de noviembre de 2014

Quito y los hombres grises







La tele, el otro día, en uno de mis encierros:
Le preguntaban a la gitana holandesa que por qué había dejado de vivir en una casa
(Su marido le compró una casa, y ella pintó de verde agua la cocina, puso cojines de brocado en la sala, y colocó cantos dorados y cisnes bañados de plata en los baños).
¿Por qué volvió a su caravana móvil? 
¿Qué le hacía falta?
“La libertad”, respondió.
***
Pienso en esto en la mañana, cuando me subo al bus ya en Quito. Otra vez rodeada de bultos y bolsos, y maquillaje a medio hacer y de cepillos redondos que alisan flequillos ochenteros. Es el fin del mundo dirían. 

Pero no es tan así. 

A mi alrededor (fuera del bus, claro) veo chalecos de funcionarios y veo identificaciones electrónicas. Pite y pase, para poder entrar al reino de su preferencia. Ya saben, en donde hemos elegido convertirnos en hombres grises.

Porque Quito se ha vuelto la capital mundial de los hombres grises. Esos fumadores compulsivos, compradores de Ipads, mordedores de uñas, agitadores de traje del Mall, que esperan el fin de semana para gastar los dólares que se ganan asintiendo, esperando, yendo,  toreando las maquiaveladas de los compañeros de trabajo y de los enemigos del jefe, sonriendo a las cámaras, siempre triunfadores. Siempre jóvenes, siempre cool, siempre de farra. Huairapamushcas que ya no se suben al transporte público. 

Y yo también de alguna manera estoy en la danza de los grises, en esta ciudad andina que parece perfecta para novela negra inglesa. Pero triunfamos, compañeros, triunfamos, porque pagaremos la hipoteca y mantendremos a nuestra mascota y a un par de guaguas. Somos parte de la maquinaria de la felicidad que nos vende dólares para poder vivir como en teleserie gringa (con risas grabadas incluidas).

Porque siempre decimos que sí.
Porque callamos cuando vemos.
Porque saltamos de un puente si Él nos los pide (y ese Él tiene muchas caras).
Porque no nos hacemos problemas, porque nos gusta tomarnos la selfie con los panas el fin de semana.
Porque decidir nos asusta. Nos asusta dejar la comodidad de que Él piense por nosotros.
Porque la libertad  es directamente proporcional a la tarjeta de crédito.
Solo cumplimos órdenes.
Porque somos buenas personas, carajo.
***
Y ahí me pregunto si de verdad somos buenas personas. Si tal vez pienso demasiado. Si tal vez soy demasiado jodida y difícil y no entiendo y no puedo, y no me adapto.

Pero cierro los ojos y me doy cuenta que eso es lo que quieren; eso es lo que trabajan día a día en las maquinarias: que la perversidad sea normalidad.

Renunciar a ser gris es no tener nombre, pero no tener nombre significa también no tener nada.
Y no tener nada, significa tener todo.
Y eso se parece mucho a la libertad.