Del cómic "María y Yo" de María Gallardo y Miguel Gallardo
Tengo un hermano discapacitado. Un hermano que
sufre de un profundo autismo desde que tenía dos años. Tal vez antes. No voy a
hablar de su condición, esa es otra historia. En realidad, el hablar de mi
hermano me lleva a lo que siempre me ha llamado la atención de Ecuador: su
obsesiva necesidad de uniformidad, de estándares, de “normalidad”.
Mi hermano es un niño que grita cuando está feliz,
llora cuando está triste y pide las cosas a todo pulmón. Esto en la franciscana
ciudad de Quito no se vio nunca bien, mucho menos en un chico diferente. Ahí
comenzó mi curiosidad, y mi indignación, por las miradas de la gente. Nadie
dice nunca nada, pero frente a las reacciones del ñaño hay una ligera
desaprobación en los prójimos que se notan en cómo lo miran. Unos ojos torvos,
a veces bovinos, que dicen: “no me muestres lo que no quiero ver”; “para qué
sacas lo que me da miedo.”. “Esto no es normal.”.
Y ahí va el segundo punto: recientemente, jóvenes
ecuatorianos, chicos veinteañeros en su mayoría, han denunciado su
internamiento en supuestos “centros para acabar con adicciones”. Un eufemismo
mal concebido para hablar de casas de terror. Ni Lovecraft, ni Poe pudieron
imaginar sitios como esos. Tal vez un nazi pudo haberlo hecho. Sitios en los
que se insulta, se golpea y se degrada para “curar” no solo supuestos
alcoholismos o consumos excesivos de estupefacientes. No, estos sinvergüenzas
intentan curar homosexualidades, rebeldías y presuntas infidelidades. Todo
esto, a veces, en nombre de Dios. Véase ESTE artículo de Gkillcity.
Y todo el mundo se desgarra las vestiduras, se
cubre de ceniza y clama desesperado/a a su deidad de circunstancia. “¿Cómo es
posible?”, sollozan.
Yo tengo la respuesta en las miradas sobre mi
hermano. Y no solo en eso. Lo que pasa en esos recintos es posible porque no
podemos vivir fuera de los estándares en este país. Nos uniforman. La religión
que nos enseñan nos pide hablar bajito y a actuar de acuerdo a lo que dicen los
otros. No hay que ser carishina. No hay que vestir de colores muy fuertes (ropa
de india, colores de negra, decían las abuelas). Mejor ser rubio y de ojos
azules porque así el guagua es más bonito, más aceptado (tiene mejor
presencia). Que la niña se quede en la casa los fines de semana, para que no se
embarace. Le meto a mi hijo en el colegio de fama o en el colegio de plata,
para que cuando sea más grande se roce con los buenos apellidos y sea el macho
explotador que todos queremos que sea. No me quejo, mejor hay que alinearse.
Y el fútbol. Porque a todos (TODITOS, ¿OYERON BIEN?)
nos gusta el fútbol, pasión de multitudes. Oirán.
Quienes no se adaptan el molde son los que pagan
los platos rotos. El niño decide vivir su homosexualidad. La niña tiene novia.
El niño se pone tatuajes. La niña valiente decide ser madre soltera. El otro
por ahí no quiere vivir en el círculo de universidad-chupe-hembra de sus panas.
Todos ellos salen del molde, salen de la cómoda, dulce normalidad.
¿Entonces?
Entonces entra la máquina de tortura, al mejor
estilo de Vigilar y Castigar. La sociedad se encarga de los que no
fueron sociedad (resentidos sociales, los llaman) o, en peores circunstancia,
un grupo de gente sin alma y materia gris decide lucrar de eso. Todo es marketinizable
en esta vida, ¿por qué no también la vergüenza familiar?
Llega ahí el momento en que padres o madres, o
familiares, o amigos, secuestran a sus propios parientes y los someten a
tortura por amor, indican. Por el amor de Dios, sollozan otros. Esas “clínicas”
se vuelven el peor reflejo de lo peor de nuestra sociedad. De la mirada torva
se pasa al crimen. No nos damos cuenta que esto no es coyuntura, es estructura.
Solo el amor salva. El verdadero, ese que deja ser
al otro. Ese que es capaz de emocionarse porque otra persona ama a otra sin
importar su sexo. El amor que sabe que una adicción (una verdadera) se
cura a través del respeto. El amor que es libre. Ese amor que paciente y
bondadoso, que no se enoja, que no guarda rencor. Y sí, es una cita
de la Biblia. Ese libro tan mal usado, tan poco comprendido, tan sobrevalorado.
Ese libro que se usa en mi país para torturar.
Tal vez estereotipo al mal. Tal vez estoy
exagerando sobre mi entorno (no lo creo), pero lo que sí sé es que nuestros
males sociales no son el producto de una sola persona. Son responsabilidad de
todos. Todos en este Ecuador que es multiétnico y pluricultural somos,
paradójicamente, adictos a la seguridad, adictos a la normalidad y, por
eso construimos, sin saberlo, nuestras propias cámaras de tortura.
Quise extenderme más, pero me llaman otras voces. Volveré para terminar esto, pero por lo pronto quiero decir "tienes razón".
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Se te espera otra vez.
Eliminartoma http://noautismo.com/
ResponderEliminarporque no esperaba volver a saber de vos
porque hay cosas que no quiero quedarme sin contar a quien considere que no ha hecho la investigación suficiente
y porque a pesar de que sé de qué país hablas hasta ahora no sé qué país vives