La tele,
el otro día, en uno de mis encierros:
Le
preguntaban a la gitana holandesa que por qué había dejado de vivir en una casa
(Su
marido le compró una casa, y ella pintó de verde agua la cocina, puso cojines
de brocado en la sala, y colocó cantos dorados y cisnes bañados de plata en los
baños).
¿Por qué volvió a su caravana móvil?
¿Qué le hacía falta?
“La
libertad”, respondió.
***
Pienso
en esto en la mañana, cuando me subo al bus ya en Quito. Otra vez rodeada de
bultos y bolsos, y maquillaje a medio hacer y de cepillos redondos que alisan
flequillos ochenteros. Es el fin del mundo dirían.
Pero no
es tan así.
A mi
alrededor (fuera del bus, claro) veo chalecos de funcionarios y veo
identificaciones electrónicas. Pite y pase, para poder entrar al reino de su
preferencia. Ya saben, en donde hemos elegido convertirnos en hombres grises.
Porque
Quito se ha vuelto la capital mundial de los hombres grises. Esos fumadores
compulsivos, compradores de Ipads, mordedores de uñas, agitadores de traje del
Mall, que esperan el fin de semana para gastar los dólares que se ganan
asintiendo, esperando, yendo, toreando las
maquiaveladas de los compañeros de trabajo y de los enemigos del jefe,
sonriendo a las cámaras, siempre triunfadores. Siempre jóvenes, siempre cool, siempre de farra. Huairapamushcas
que ya no se suben al transporte público.
Y yo
también de alguna manera estoy en la danza de los grises, en esta ciudad andina
que parece perfecta para novela negra inglesa. Pero triunfamos, compañeros,
triunfamos, porque pagaremos la hipoteca y mantendremos a nuestra mascota y a
un par de guaguas. Somos parte de la maquinaria de la felicidad que nos vende
dólares para poder vivir como en teleserie gringa (con risas grabadas incluidas).
Porque
siempre decimos que sí.
Porque
callamos cuando vemos.
Porque saltamos de un puente si Él nos los pide (y ese Él tiene muchas caras).
Porque
no nos hacemos problemas, porque nos gusta tomarnos la selfie con los panas el
fin de semana.
Porque decidir nos asusta. Nos asusta dejar la comodidad de que Él piense por
nosotros.
Porque
la libertad es directamente proporcional
a la tarjeta de crédito.
Solo
cumplimos órdenes.
Porque
somos buenas personas, carajo.
***
Y ahí me
pregunto si de verdad somos buenas personas. Si tal vez pienso demasiado. Si
tal vez soy demasiado jodida y difícil y no entiendo y no puedo, y no me
adapto.
Pero cierro
los ojos y me doy cuenta que eso es lo que quieren; eso es lo que trabajan día a día en las maquinarias: que la perversidad sea normalidad.
Renunciar
a ser gris es no tener nombre, pero no tener nombre significa también no tener
nada.
Y no
tener nada, significa tener todo.
Y eso se parece mucho a la libertad.
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