En Ecuador vivimos tiempos de oscuridad, y todos somos insoportables.

Pintura de la serie "One Way Ticket" de Jacob Lawrence (The Migration Series)
En Ecuador, ser insoportable es cotidiano, no leyenda. Cada
uno de nosotros es el infierno del otro desde tiempo colonial: el criollo era
el insoportable del español (y viceversa). Eso seguía en la larga cadena
alimenticia creada bajo fenotipos: mestizo, indio, negro, mulato, zambo,
cholo, longo…
El odio al otro es lo que ha determinado a nuestra nación. La
base racial se ha quedado profundamente metida en nuestras familias, en
nuestros genes. La necesidad de longuear y cholear por la forma de vestir del otro; el regionalismo absurdo que
divide, por clima y montañas, entre los serranos y los costeños
(mientras que se invisibiliza al resto de este pequeño país).
A esto hay que aumentar otredades: hombres y mujeres;
separados por llagas patriarcales que rigen a la humanidad. La división de
clase social y económica, creada por razones raciales y de distribución del
trabajo. Actualmente, también está la
diferencia con el migrante: el "veneco" (venezolano) no es el mismo que yo. Nosotros éramos
mejores migrantes, dicen algunos ecuatorianos. La vaca no recuerda cuando era
borrego, dice el dicho.
Por eso las palabras igualdad y equidad duelen tanto. El
otro (ese longo, ese cholo, ese indio alzado) no puede estar en mi categoría,
porque en ese momento pierdo los pocos privilegios que mi clase, en el milhojas
social que vivimos, me permite. Y por eso, justamente por eso, es que el
matrimonio civil igualitario ha causado tanto revuelo en territorio ecuatoriano. No
solo es una cuestión religiosa, es una cuestión de dominación; "los gays", significante vacío, otros entre los otros, no puede estar al mismo nivel que yo mismo: son
promiscuos, son delincuenciales (acosan, pervierten, adoctrinan). El matrimonio
civil es un acto demasiado humano y real para esas personas históricamente deshumanizadas.
Es difícil vivir en un país donde la desigualdad es una base
social. Esa ha sido la causa de la imposibilidad de construcción de Estado y el ancla que los caudillos han tomado (divide y vencerás) para conseguir poder y continuar en
el ciclo de dominación.
Ahora escucho el nombre de Dios para santificar todo esto.
Eso es lo que más me duele y asusta, como persona de fe. Esto, claro, no es patrimonio ecuatoriano.
En medio de la crisis, y en este tiempo de conspiraciones, lo que queda es detenerse en lo más cercano a la verdad: sin importar la posición frente al
matrimonio civil igualitario, todos somos ecuatorianos, todos tenemos que vivir
con los otros y todos queremos un país de paz y armonía. No es cierto que todos
seamos católicos o conservadores; tampoco que una parte del país esté bajo ese supuesto
constructo llamado ideología de género. No
es cierto que estemos bajo un macabro plan global de izquierda versus derecha. Lo real- lo que palpamos, lo que vemos - es
que somos personas, seres humanos, que tenemos diferentes posiciones políticas,
religiosas y no religiosas. Finalmente, eso es la democracia la cual, a pesar de tener
cien males, todavía es fundamento del Estado ecuatoriano. Esa es la realidad.
Ante las antorchas prendidas y los tridentes afilados, la racionalidad. Hitler y
Stalin fueron grandes conspiranóicos; la Historia ya nos dijo a dónde fueron
a parar.
Ante el odio (de todas las partes), el diálogo inteligente, como única
forma de mantener este débil país.
Ante lo inaudito: no en mi nombre.
La única forma de amar al prójimo es
entender que no es un monstruo. De hecho, somos iguales (capaces de igual monstruosidad y de las mismas grandezas).
En ese momento, podemos amarlo como a nosotros mismos.